miércoles, 14 de enero de 2009

capítulo uno

Los padres de Sara se marcharon cuando Sara era pequeña. Todavía iba a la escuela de doña Teresa. Se marcharon a otro país, en barco, con otra gente de la aldea, un día en el que había más niebla que luz. La noche antes de partir explicaron a Sara que tenía que quedarse a cuidar la casa. Antes de acostarse deshizo su maleta de cartón. Había guardado un pan de centeno, dos vestidos, una muñeca de trapo y un cuaderno en blanco.

Sara tenía trece años.

También le dijeron que no tuviera miedo y que los esperara, porque volverían a buscarla. Que Juan y María se ocuparían de que no le faltara de nada. Que la querían mucho. Carlos fue uno de los que también partió aquel día.

Le dijeron que la querían mucho.

Esa mañana Sara no se levantó de la cama para despedirse. Recibió un beso frío en el pelo y se quedó acurrucada, llorando. Tuvo miedo durante una semana.

Sara visitó poco a Juan y a María porque no necesitó casi nada de ellos. Se valía sola. Iba a la escuela por la mañana. Luego cocinaba lo que le apetecía y por la tarde se bañaba en el río fuera invierno o verano. Le gustaba tener frío y tiritar. Cayó enferma de tanto tiritar.

Durante dos meses ocupó una habitación en casa del médico. La cuidaron muy bien. Cuando se puso buena se fue a su casa para estar sola. Antes de irse, don Pedro le recomendó que no se bañara en el río, por lo menos que no lo hiciera en invierno. Esos meses quiso mucho a don Pedro y a doña Teresa. Incluso le pidieron que no se fuera, que se quedara con ellos, pero no hubo manera. Sara tenía que volver a su casa, a esperar. Tenía que esperar en su casa, y no en la del médico.

Siempre volvía corriendo de la escuela por si alguien estaba en la puerta de su casa.
Pero no.
Ni siquiera escribían cartas.
Y ella esperaba.
Sola.

Carlos fue el único, de todos los que se marcharon, que tomó el barco de vuelta a la aldea sin miedo a la penitencia. Viajó durante cuarenta y tres días hasta el camino de piedras. Llegó una noche de verano con una bolsa pequeña, los zapatos casi rotos y una carta para Sara.

Llamó a su puerta. Se reconocieron rápido, se sonrieron. Carlos soltó la carta en manos de Sara y se quedó un rato mirándola.

Querida hija,
Aquí todo nos va muy bien. Papá trabaja en una fábrica de telas y gana dinero. Yo estoy sirviendo en la casa de unos señores muy ricos. Me tratan muy bien. Podrías venir a vernos, aunque no hemos podido enviarte dinero para el billete. Si tú consigues dinero aquí hay una cama. Es pequeña y está en el salón. Podrías trabajar en la casa en la que yo estoy. La señora me ha dicho que vengas cuando quieras. No sé cuándo iremos. Mientras tanto cuida la casa.Te echamos de menos.
Un abrazo de tus padres.


La carta no decía nada más. Ni siquiera había una dirección a la que enviar una respuesta que no estaban esperando. Acabó de leer y lloró. Por segunda vez. Carlos decidió abrazarla durante toda la noche, entre otras cosas, porque no tenía a dónde ir.

Era lunes. Un lunes de verano.
Nadie sabía en la aldea si Carlos y Sara se querían.
Esa noche se quisieron mucho.

- ¿Por qué has vuelto Carlos?
- Allí no había nada para mí.
- Y aquí no hay nada para nadie.
- Lo sé. Tampoco lo había antes de irme.
- ¿Veías a mis padres muy a menudo?
- Trabajaba en la misma fábrica que tu padre. En cuanto desembarcamos nos recogieron en un camión y nos llevaron allí. Necesitan hombres que trabajen en sus fábricas. No me gustaba el ruido.
- ¿Hablaban de mí?
- ...
- No hablaban de mi, ¿verdad?
- No. No hablaban de ti.
- ...
- El día antes de regresar tu padre me buscó y me dio la carta.
- ¿Crees que debo seguir esperando?
- ...
- Dime, ¿crees que debo seguir esperando?
- Ahora puedes esperarme a mí.
- ¿Eso quiere decir que volverás?
- Es posible.

Durmieron desnudos y desayunaron leche, galletas y chocolate.

En poco tiempo, Carlos empezó a encargarse de los paquetes que entraban y salían de la aldea. Cada vez quedaba menos gente y la que quedaba era más vieja y más reacia a viajar hasta el pueblo para vender quesos y patatas. Era Carlos el que lo hacía. Y del pueblo traía jabones, telas, medicinas o cualquier encargo que se le hiciera. Los lunes traía ganas de Sara.

Fue precisamente ella la que le pidió el molino a Juan y María. Sabía muy bien que ya nadie lo utilizaba y que sería una buena casa para Carlos porque estaba cerca del camino grande. Además era un trato justo, porque Juan se había quedado muchas tierras de la
familia cuando murieron los padres de Carlos, dos meses antes de que Carlos se marchara de la aldea.

Carlos tenía quince años y quizá se fue a llorar el mar. A olvidarse de que no sabía estar solo. Quizá a hacerse mayor. Quizá a hacer de la soledad su oficio.

Igual que Sara. Solos.

Pasaron muchos lunes antes de que llegara aquella noche de luna nueva, pero llegó. Esa noche supo Sara que ya nunca más estaría sola. Salió de casa corriendo por el camino del molino. Llegó, llamó a la puerta, impaciente, contando los pasos de Carlos. Sonrió al verla y la hizo pasar. Sara temblaba de miedo, de frío y de lágrimas. Tercera vez. Susurró el secreto al oído de Carlos y se abrazaron.

Soledades rotas porque la cuarta vez lloraría un niño. Sería en verano.

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